E
l primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, da en Washington una muestra de esa extraña relación político-económica establecida desde hace décadas entre su país y Estados Unidos: se brincó olímpicamente al jefe de Estado nominal, que es Barack Obama, y hoy hablará directamente al Legislativo para pedirle que impida la participación de la Casa Blanca en la firma de un acuerdo multilateral que permitiría a Irán continuar su programa de desarrollo de energía nuclear con fines pacíficos. Para cualquier otro gobernante extranjero tal insolencia sería inconcebible e inadmisible por la propia clase política del país vecino, y da pie justificatorio a las teorías simplistas según las cuales Israel controla
a Estados Unidos por medio de un omnipotente lobby judío.
Pero no es así. El régimen israelí es la principal y más confiable avanzada subsidiaria de los intereses hegemónicos occidentales en Medio Oriente. El hecho de que en los círculos de poder de Washington se permita que el jefe del gobierno de Tel Aviv cometa una intromisión tan grosera y prepotente en la política de la superpotencia denota simplemente la profunda polarización entre demócratas y republicanos –fueron los segundos los que invitaron a Netanyahu a hablar en una sesión conjunta de ambas cámaras en el Capitolio– y la tremenda lucha que se desarrolla entre ambos bandos por definir el rumbo del gobierno en los próximos dos años, los últimos de la administración Obama, y por posicionarse para las elecciones presidenciales de 2016.
Para el actual presidente, el acuerdo multilateral con Irán representaría un logro capital de política exterior, en la medida en que permitiría una distensión en sus relaciones con ese país del Golfo Pérsico –tirantes, por decir lo menos, desde hace casi cuatro décadas– y en la región en general, y daría pie a Washington para salir con la dignidad intacta tras el injustificado acoso que ha emprendido contra Teherán con el pretexto de impedir que la república islámica construya armas atómicas.
En realidad, el mayor peligro para la paz en la zona no es Irán sino Israel, una potencia nuclear de clóset que ha emprendido reiteradas agresiones militares en contra de sus vecinos y de los habitantes de los territorios que ocupa ilegalmente. Pero los halcones de Washington se sienten felices y seguros con esa circunstancia y siguen soñando con destruir al único país de Medio Oriente que no ha sucumbido, por las buenas o por las malas, a la hegemonía estadunidense, y que representa, para colmo, tras la caída de los regímenes de Irak y Libia y con Siria sumida en una guerra sangrienta y confusa, el único obstáculo para los planes de reordenamiento regional elaborados por Occidente.
Lo de menos es la paradoja de que, en el afán de vengar la humillación propinada por Irán a Estados Unidos en 1978, los sectores más reaccionarios de Washington permitan que Netanyahu humille a Obama en su propia casa. Tal situación no es expresión de la fuerza del israelí sino la debilidad del primer presidente negro en la historia estadunidense.
Tampoco es indicio –así les pese a los antisemitas– del supuesto poder de los judíos
en Estados Unidos, sino del poder trasnacional de los capitales. Desde comienzos de su primer periodo presidencial, el mismo Obama eligió someterse ante ellos y delineó su política exterior para satisfacerlos. Y los capitales, como ya se sabe de antiguo, no tienen patria.
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