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éxico vive bajo la constelación de una crisis quíntuple. La social se viene incrementando desde el sexenio de Salinas, cuando millones de campesinos fueron obligados, por la mano económica, no por la militar, a abandonar sus tierras y buscar algún resquicio de subsistencia en la emigración –nacional o internacional– o en la delincuencia, y cuando innumerables trabajadores urbanos se vieron forzados, de esa misma manera, a transitar al sector informal, a un mercado de trabajo volátil e incierto, a la changarrización (aportación teórica de Fox) o a la delincuencia. Tales fenómenos, así como la férrea contención salarial, la destrucción deliberada de los sistemas públicos de salud y educación, la eliminación o reducción de derechos individuales y colectivos y la liquidación de la casi totalidad de la propiedad pública se han traducido en desigualdad lacerante, desintegración social, miseria, marginación, desempleo, insalubridad, cinismo e indiferencia y una alarmante pérdida del sentido de nación por un gran número de habitantes del país.
La crisis política se origina en el primer sexenio panista por la utilización descarada de la administración para el enriquecimiento del entorno presidencial, el empleo faccioso de los organismos de procuración e impartición de justicia para sacar de la sucesión presidencial a López Obrador y, posteriormente, por el sometimiento de las entidades electorales (entonces encabezadas por Carlos Ugalde y Leonel Castillo) al fraude continuista que incrustó en Los Pinos a Calderón. Desde entonces, los tres poderes del Estado no han sido capaces de reconstruir su autoridad, su credibilidad, su representatividad ni su legitimidad, atributos que no derivan de oficios o pactos firmados por gobernantes, magistrados o legisladores, sino de la percepción social imperante. Las elecciones de 2012, adulteradas con un fraude que sólo resultó invisible para el IFE y el tribunal electoral, ratificaron y agravaron esa crisis.
La crisis económica, por su parte, se origina en la persistente mediocridad de los indicadores macroeconómicos desde 1982 en adelante y, particularmente, desde el descalabro financiero internacional de 2008. La economía no crece al ritmo que debe, el gabinete económico ha encontrado en el endeudamiento nacional desorbitado una manera de darle la vuelta a la prohibición neoliberal de déficits fiscales, el agro está más postrado que nunca, el mercado interno está hipotecado a los productores extranjeros y, para colmo, el peñato ha introducido en este escenario la perspectiva cercana de una reducción significativa de los ingresos públicos –que, reforma energética mediante, serán compartidos con consorcios privados– y de una importante masa demográfica que llegará al fin de su vida productiva sin jubilaciones ni pensiones.
El país pasa también por una crisis institucional que se manifiesta en la corrupción evidente (aeropuerto y tren México-Querétaro como ejemplos monumentales) y en la inoperancia generalizada de las dependencias y de los organismos autónomos del Estado, desde la Comisión Nacional de Derechos Humanos hasta la Procuraduría General de la República, y a lo anterior debe agregarse la espiral de violencia, inseguridad y ausencia de estado de derecho que Calderón le heredó a Peña y que éste se ha encargado de mantener e incrementar.
En semejante contexto, las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, la masacre y desaparición de normalistas en Iguala, los asesinatos de jóvenes estadunidenses en Reynosa a manos de la guardia pretoriana de la alcaldesa, los feminicidios en el estado de México, los homicidios cotidianos de políticos, dirigentes sociales, empresarios o ciudadanos desconocidos y humildes, alimentan en forma regular los cementerios clandestinos que son posteriormente descubiertos en Guerrero, Durango, Veracruz y otras entidades.
Ayer Peña anunció que gestionará una suerte de Pacto por Iguala
–a la manera en que urdió el Pacto por México
para aparentar que su brutal mutilación de la Carta Magna gozaba de legitimidad y consenso– para evitar que se repitan atrocidades como la perpetrada contra los estudiantes de Ayotzinapa el mes antepasado. Pero el momento nacional es muy distinto al de diciembre de 2012 y esta vez la sociedad se le adelantó. El crimen perpetrado contra los muchachos normalistas ha dejado al descubierto la imbricación de los tres niveles de gobierno y de la mayor parte de la clase política en las circunstancias que hicieron posible la barbarie; ha evidenciado que la agresión gubernamental contra la población inerme no es un hecho aislado sino parte de un patrón bien definido, y ha dado lugar a una indignación general que trasciende estratos sociales y que constituye, a su manera, el embrión de un pacto social gestado al margen, y a contrapelo, del poder oligárquico y neoliberal.
En tales circunstancias, el proceso de recomposición institucional y el principio de solución a la crisis quíntuple no pasa por un nuevo pacto cupular y vacío, sino por una renuncia presidencial. Y ante la manifiesta incapacidad de Peña y de su equipo para ver más allá de las cúpulas y de percibir los ánimos sociales, es necesario y urgente obligarlos a escuchar el clamor social mediante acciones masivas, pacíficas, legales y articuladas.
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