E
n el momento en que Estados Unidos expandió su guerra contra el Isil, el presidente sirio, Bashar Assad, ganó más apoyo político y militar del que puede alardear cualquier otro líder árabe en este momento. Con bombas y misiles estadunidenses que estallan por todo el este y el norte de su país, Assad puede ahora contar con que Estados Unidos, Rusia, China, Irán, la milicia Hezbolá, Jordania y toda una serie de países ricos del Golfo mantendrán vivo su gobierno. Si ese antiguo proverbio árabe: el enemigo de mi enemigo es mi amigo
tiene algo de verdadero, Assad lo está comprobando ahora.
En su hogar de Damasco, el líder sirio reflexiona ahora en el hecho de que la nación más poderosa sobre la tierra, que tan sólo hace un año soñaba con destruirlo a bombazos, ahora trata de acabar con los más feroces enemigos de su presidencia. Los sauditas sunitas, cuyas caritativas
donaciones han contribuido a financiar al igualmente sunita Estado Islámico, ahora descubren que su gobierno supuestamente está tratando de ayudar a Estados Unidos a destruir a los yihadistas. Mientras los chiítas iraníes y sus protegidos del grupo Hezbolá combaten a los verdugos degolladores sunitas en el campo de batalla, las bombas y misiles estadunidenses llueven sobre esos mismos enemigos.
Jamás, desde que Churchill se vio en el papel de aliado de Stalin, quien en un principio fue amigo de la Alemania nazi en 1941, un presidente se ha visto de pronto convertido en hermano de armas de quien antes fue su temible antagonista. Pero –y este es un pero muy grande– el gobierno sirio del partido Baaz no es tan estúpido como para tomar como verdadera la palabra amigo
en este contexto. Nosotros tampoco debiéramos hacerlo. Obama es la última persona con la que Assad quiere asociarse; no es necesario que Vladimir Putin se lo recuerde. El gobierno sirio observará con la más profunda preocupación la forma promiscua en que el poderío aéreo de Estados Unidos se va extendiendo cada vez más, hasta incluir objetivos que originalmente no eran considerados posiciones del Isil.
Independientemente de las víctimas civiles que hubo en la provincia de Idlib, el hecho de que Estados Unidos tenga como blancos supuestas posiciones del grupo Al Nusra, vinculado con Al Qaeda, sugiere que el Pentágono no se aboca a atacar exclusivamente al Isil. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que un misil estadunidense impacte por error
–desde luego– en un depósito de municiones u otras instalaciones del gobierno sirio?
Dado que Estados Unidos ha decidido financiar y entrenar a los llamados opositores moderados
sirios para que éstos combatan tanto al Isil como al gobierno sirio, ¿por qué no habría Washington de bombardear a ambos enemigos: a los yihadistas y a Damasco? ¿Y cómo reaccionarán los sirios que apoyan a lo que sea que queda de los moderados
ante las bombas que cayeron sobre Idlib y que mataron a civiles en vez de a las fuerzas de Assad? Esas bombas de hecho fueron tan letales para la gente como las municiones que han sido lanzadas por los aviones de la fuerza aérea de Assad.
En cuanto a los árabes del Golfo, ninguno ha mostrado evidencia de haber bombardeado físicamente ningún objetivo en Siria. Sólo Jordania asegura haber atacado al Isil; el resto de los aliados del rey Abdullah en la coalición árabe de los dispuestos
(¡Qué rápido se nos olvidó que así es como George W. Bush llamó a las naciones que respaldaron la invasión a Irak de 2003!) parece haber limitado su cooperación a permitir el acceso a pistas de aterrizaje, reabastecer aviones y quizá patrullar las pacíficas aguas del Golfo Pérsico.
En sus audiencias en el Capitolio, la semana pasada, el secretario de Estado John Kerry fue interrogado con impaciencia por congresistas que le exigieron especificar cuántos aviones árabes estaban disponibles para atacar al Isil. Kerry se dedicó a inflar sus respuestas.
Después de todo, los árabes del Golfo ya vivieron esto antes. Recuerdan bien las exageradas promesas de un éxito militar gracias a la fuerza aérea, a las bombas inteligentes que no matarían a civiles, los misiles Crucero que supuestamente destruyeron los búnkers y campos de entrenamiento, así como los centros de control y comando
en 1991 y 2003. Todo esto resultó un muy dudoso menú de guerra. Sin embargo, ahora los estadunidenses recalientan esos bocadillos para el actual conflicto con el Isil.
¿Será verdad que estos guerreros
islamitas se encontraban sentados, quizá tomando té, en esos campos de entrenamiento
para que los estadunidenses simplemente pudieran matarlos?
¿Acaso el Isil se jacta de tener algo así como un centro de control y comando
–un búnker lleno de computadoras y radares con luces parpadeantes– en vez de sus simples celulares? Sin embargo, se asegura que un centro de control y comando
, nada menos, ha sido destruido.
Y como sucede con tanta frecuencia ante la escalada de un nuevo conflicto, los expertos
y decrépitos ex embajadores nos explican nuestras acciones
desde las pantallas de televisión, después de haber hojeado un libro de historia.
Según ellos, el Estado Islámico
fue creado de los remanentes de Al Qaeda en Irak, y absorbió a la resistencia antiestadunidense durante el tiempo que las tropas de Washington ocuparon Irak tras la invasión ilegal angloestadunidense de 2003.
Si los señores Bush y Blair no se hubieran embarcado en su aventura iraquí, ¿cree alguien que Estados Unidos estaría ayudando a Assad a destruir a sus enemigos en este momento?
El término ironía
no alcanza a describir las palabras del enviado para la paz
en Medio Oriente, quien esta semana se transformó en un enviado para la guerra al sugerir el envío de más tropas occidentales al mundo musulmán. ¿Qué se supone que debe hacer el gobierno sirio? ¿Reír o llorar?
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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