E
n Michoacán el régimen ha escogido sus fichas entre quienes, por candidez o conveniencia, o por una mezcla de ambas, parecen más motivados a creer el cuento de hadas del comisionado Alfredo Castillo: la doble llave de la paz y la restauración del estado de derecho y la seguridad pública en Michoacán es, por un lado, uniformar a las autodefensas y convertirlas en guardias rurales y por el otro, matar o capturar a algunos templarios prominentes y declarados.
En ese guión idílico no aparecen por ningún lado las raíces profundas de la descomposición institucional y el empoderamiento delictivo: la política económica depredadora en vigor desde el salinato; la presencia de grandes grupos corporativos nacionales o foráneos para los cuales es mejor negocio pactar con los criminales que acatar las leyes, por favorables que éstas les resulten; la corrupción, presente en toda la pirámide de mando gubernamental y consustancial al modelo político-económico impuesto en el país, y la mano (no tan invisible) de Washington en el impulso a los procesos de desintegración nacional.
Tampoco aparecen las trágicas fracturas sociales causadas por la subrogación de facto de la seguridad pública, la impartición de justicia y hasta el fisco a diversos cárteles. El conflicto michoacano ha hecho evidente que tanto las organizaciones delictivas como las distintas facciones de las autodefensas tienen diversos grados de arraigo social. Tanto los templarios como los civiles alzados en armas tienen familiares, compadres, amigos, vecinos, clientes, patrones o empleados con los que han desarrollado algún grado de empatía o, cuando menos, de complicidad pasiva. Las fronteras no son nítidas y hay barrios y familias divididos por las confrontaciones. En la toma de Apatzingán y en otras acciones recientes se ha documentado excesos y atropellos contra entornos sociales de presuntos templarios. En tal circunstancia, la pretensión de limpiar de delincuentes
a toda la entidad resulta imposible en el mejor de los casos y criminal en el peor; algo así como una redición de los empeños de Felipe Calderón por conseguir que cientos de miles de ciudadanos –los que de una u otra manera participan en ese sector de la economía que es el narco se mataran entre ellos
. Por lo demás, muchos michoacanos han estado o están involucrados en algún segmento de las cadenas productivas o administrativas de ese negocio desde mucho antes de que la guerra por la entidad saltara a las narices de la opinión pública.
Tal vez Hipólito Mora y José Manuel Mireles, los dirigentes díscolos de las autodefensas, no escapen a ese contexto complicado y contradictorio y, dado que han estado participando en una lucha armada, es probable que tengan algún grado de responsabilidad en algunas muertes violentas. Si el régimen y sus mediócratas han sacado a relucir presuntos expedientes delictivos en contra de ellos no ha sido en todo caso por un afán justiciero sino porque ambos, y otros en situaciones parecidas, han sido los más críticos y los más realistas ante ese programa de pacificación peñista redactado en Disneylandia. Una infamia adicional es que el comisionado Castillo esgrima en contra de ellos acusaciones (en el caso de Mora) o insinuaciones (para Mireles) de homicidio, porque el mismo gobierno los usó para enfrentar, armas en mano, a las expresiones más visibles del poderío templario. Ni modo que no mataran o que no ordenaran muertes. En última instancia, éstas serían responsabilidad del gobierno federal, el cual, una vez más, puso a civiles a liquidarse entre ellos.
Los corifeos de Peña están por estos días en plena campaña para asentar en la opinión pública la idea –un tanto falsa– de que la figura de Mireles fue adoptada por las izquierdas como un nuevo caudillo
al cual rendirle culto. Lo cierto es que el médico de Tepalcatepec ha despertado simpatías masivas y crecientes en sectores de la población del país por dos razones muy claras: una es que se ha deslindado del comisionado federal para Michoacán y la otra es que fue traicionado por el gobierno y queda cada vez más clara su condición de perseguido.
Mireles está en la mira de funcionarios y de templarios, y hay que ser muy ignorante de la forma en que opera el imaginario colectivo para no saber que esa doble condición –rebelde y perseguido– lo heroifica en automático a ojos de buena parte de la sociedad, al menos de esa que está harta de los ciclos de privatizaciones, saqueos, crisis y fraudes electorales, que ya va para tres décadas. En realidad, pues, las que han convertido a Mireles en héroe popular no son las izquierdas, sino la perversidad y la torpeza del régimen. El punto no es que el hombre sea bueno o malo, puro o contaminado, recto o torcido (seguramente tiene un poco de todo eso, como cualquier ser humano), sino que en su contra y en contra de sus seguidores se está configurando una triple alianza que puede esquematizarse como Tuta-Castillo-Pitufo, y que esa sola perspectiva deja al descubierto (porque la gente no es tonta) el carácter verdadero de la estrategia peñista para Michoacán.
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