C
oncebido por Kiev y Moscú como catálogo de obligaciones a cumplir sólo por la otra parte, los acuerdos de Ginebra –una cuartilla con medidas indispensables para sentar las bases de un arreglo político en Ucrania– se están convirtiendo por la intolerancia de unos y otros en papel mojado, inútil relación de buenas intenciones.
Sucede así debido a que lo pactado por Ucrania, Rusia, Estados Unidos y la Unión Europea para reducir la tensión en el este ucranio son medidas imprecisas, de carácter general, que –sin voluntad política– se prestan a conclusiones equívocas.
Sin ánimo de abrumar al lector con un análisis detallado punto por punto, basta un ejemplo para ratificar la complejidad del problema: Acordaron desarmar a los grupos armados irregulares
(¿cuáles?, ¿dónde?, ¿pueden los firmantes de ese aspecto pactado hablar en nombre de los radicales armados de su campo?, ¿quién va a recibir las armas y garantizar que no haya represalias?).
Sin respuesta a estas y muchas otras preguntas relacionadas, es improbable que se avance en la solución de esta crisis. La principal dificultad para frenar la escalada de violencia entre los ucranios es que no cesa la injerencia de Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia en los asuntos internos de Ucrania.
No menos importante es que Kiev y Moscú –y aquí hace falta recordar que Rusia desempeña un papel crucial en el conflicto al apoyar a una minoría pro rusa con metas distintas a las de la mayoría de habitantes del este y del sur de Ucrania– tienen un punto de partida y un final deseado divergentes.
Para Kiev se trata de defender su integridad territorial; para Rusia lo que sucede ahora en el este de Ucrania es lo mismo que ocurrió en la capital ucrania y terminó con la destitución del presidente Viktor Yanukovich.
Kiev y Moscú rechazan el separatismo, pero Moscú acusa a Ucrania de lanzar el ejército contra su pueblo y Kiev revira que Rusia mató a cerca de 200 mil chechenos, muchos de ellos población civil que pereció durante los bombardeos de Grozny y otras localidades de la república independentista en el Cáucaso del norte.
Y el final que buscan tampoco es el mismo: Kiev dice estar dispuesto a conceder mayor autonomía a las regiones del este y a reconocer el ruso como segundo idioma oficial, como parte de un solo Estado; Moscú niega legitimidad a los gobernantes en Kiev e insiste en que Ucrania necesita una federación, pero intenta forzar esa opción con métodos reprobables sin dejar que sean los propios ucranios los que decidan su futuro.
Para evitar una guerra fratricida –ucranios y rusos, finalmente, son pueblos hermanos– que nadie quiere, las cuatro partes involucradas en este conflicto tienen que volver a negociar para precisar hasta el último detalle los términos de lo pactado en Ginebra. Sólo así, y con concesiones recíprocas, se podrá terminar con la absurda pretensión de alinear Ucrania con Occidente o con Rusia, cuando debe ser un eficaz enlace entre ambos.
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