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as movilizaciones convocadas por un sector de la oposición venezolana obligan a plantearse hasta qué punto las protestas de estudiantes, empresarios, comerciantes, y aliados, encabezadas por Leopoldo López, responden a un ejercicio democrático o, por el contrario, son parte de un proceso desestabilizador perfectamente urdido. Uno de los argumentos recurrentes para atacar al gobierno legítimo de Nicolás Maduro es la violencia policial, con la cual se reprime a los ciudadanos que, ejerciendo sus derechos constitucionales, reivindican la libertad para un país, subrayan, secuestrado por fuerzas extranjerizantes al servicio de Cuba, mismas que han suprimido la democracia instaurando un régimen totalitario. Inclusive, Naciones Unidas solicita investigar los abusos denunciados por la oposición contra sus manifestantes. Pero estos argumentos no aportan novedad.
La burguesía latinoamericana y sus partidos políticos han acusado siempre a la izquierda de copar espacios e instituciones democráticas para horadar y destruir el poder constituido. Durante la guerra fría la categoría enemigo interno
fue el pretexto para etiquetar a marxistas, socialistas y comunistas de infiltrados, agentes de la Unión Soviética, antipatriotas o espías cubanos. Hoy, dichos argumentos sirven a la oposición venezolana para generar rechazo a los cooperantes o residentes cubanos, asaltar su embajada y apostillar que Venezuela está siendo gobernada desde el exterior por la mano de los hermanos Castro
.
Si hacemos historia, durante el siglo XX muchos países de América Latina ilegalizaron a los partidos de la izquierda marxista acusándolos de elaborar planes para infiltrarse en las instituciones democráticas e imponer la dictadura del proletariado. Por consiguiente, se hacía necesario blindar las democracias declarando la guerra a sus detractores. Así cobran vida las leyes de defensa de la democracia, conocidas como leyes malditas. En América Latina se aplicaron sin rubor. Su objetivo: socavar el desarrollo de una opción popular, anticapitalista y alternativa política a los gobiernos de las burguesías dependientes política, militar, cultural y económicamente de Estados Unidos. La derecha optó por una guerra global en todos los frentes. La estrategia del miedo se generalizó y la represión tomó todas las formas imaginables. Las fuerzas armadas cobraron protagonismo. Cuando las leyes malditas fueron derogadas, el auge de las luchas democráticas y populares fueron imparables. En ese instante se recurrió a la técnica del golpe de Estado fincado en la doctrina de la seguridad nacional. Los cielos se oscurecieron en muchos países latinoamericanos.
Hoy, Venezuela es una de las democracias más consolidadas de la región. Su Constitución se encuentra entre las más avanzadas del mundo, por la multitud de derechos que reconoce. Tiene la extraña virtud de no ser papel mojado. Sus elecciones son ejemplo de transparencia, gozando de reconocimiento internacional, donde no cabe la opción del fraude para alterar la voluntad general. Sirva como dato que la oposición, en su proceso de primarias, pidió la supervisión del CEN como garantía contra el pucherazo. Proceso en el que fue elegido Henrique Capriles. Igualmente, el ejercicio de las libertades civiles públicas, como los derechos de expresión, reunión y asociación, tienen un solo coto: el respeto al orden constitucional, pudiéndose convocar a manifestaciones solicitando la destitución del presidente o cargos públicos al estar reconocido en la Carta Magna, vigente desde 1999.
Aquí comienzan los claroscuros de las manifestaciones convocadas por un sector de la oposición. Su objetivo no pretende pedir la renuncia del presidente en un referendo revocatorio, exigir cambios en las políticas de becas, vivienda, salud, rechazar las misiones o expulsar a los médicos cubanos que trabajan en los centros hospitalarios e instituciones como parte los acuerdos de cooperación firmados entre los dos países. Todas, opciones legítimas que se pueden o no compartir. Su fin es lisa y llanamente promover el sabotaje, cortar el acceso a calles, bloquear carreteras y tirar cócteles molotov en centros oficiales para provocar una respuesta que los convierta en víctimas de la violencia y represión chavista
. En este contexto, no hablamos de reivindicaciones legítimas. Leopoldo López, Carina Machado y otros prefieren patear el tablero, llevar el país al quiebre constitucional, cruzar la barrera de lo democrático y sacrificar vidas humanas para derrocar el gobierno constitucional.
Así, las protestas y movilizaciones que hoy sacuden Venezuela no son homologables ni tienen contenido democrático. Llaman a la sedición. En nada se parecen a las realizadas por los colectivos políticos, estudiantiles, sindicales, mujeres, juventud, jubilados, mineros o campesinos que en todo el mundo se convocan contra las políticas de austeridad, las privatizaciones, el uso de transgénicos, el desempleo, los recortes en salud, educación, cultura o vivienda. Tampoco se pueden asimilar a las movilizaciones que, jugándose la vida, sus convocantes, reivindican libertad y democracia en medio de férreas dictaduras. Menos, equipararlas a las protestas que aúpan a la presidencia a sujetos nacidos del fraude electoral. Todos los ejemplos citados constituyen casos en los que se violan los derechos humanos, se reprime a la ciudadanía, se coarta el derecho de reunión y se ejerce brutalidad policial contra la población, concitando un rechazo generalizado de la opinión pública y solidarizándose con las víctimas. Casos de Chile, España, Egipto o Pakistán. Resulta significativo que la oposición venezolana publique imágenes de máxima represión manipuladas y pertenecientes a los países citados anteriormente, buscando complicidad y apoyos en sus reivindicaciones golpistas.
Sin duda asistimos a una dualidad en la estrategia para hacer caer el gobierno del presidente Maduro y revertir una década de avances democráticos. La sediciosa y golpista en el corto plazo, encabezada por Leopoldo López, y la defendida por Henrique Capriles, en la que se mezcla el llamado a la desestabilización, el mercado negro y la guerra económica. Capriles piensa en el medio y largo plazos. Acepta las reglas del juego constitucionales, al menos formalmente, y reconoce logros en áreas como salud, educación, vivienda y legislación laboral. Mientras tanto, busca quebrantar la unidad de las fuerzas armadas, restar apoyos al gobierno y aislarlo internacionalmente. Capriles entiende que un golpe de Estado en estos momentos fracasaría, como sucedió en 2002. Mejor colapsar la economía y provocar la debacle interna del chavismo
. Es más prudente, se decanta por la derrota electoral en las siguientes elecciones presidenciales. Pero no nos engañemos. Si la primera tiene éxito, la apoyará sin miramiento. El objetivo es compartido: devolver el poder político a la plutocracia y desdemocratizar el país. Ese es el fin de las protestas.
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