E
n tiempos de la caballería andante, los malvados no eran cantados como héroes de gesta, aunque tenían su lugar necesario, por contrario, en el relato de las aventuras de los supremos héroes invencibles. En El Quijote entran en la trama de la novela ya con menos ferocidad, pues aquel célebre bandido Ginés de Pasamonte aparece luego transformado en el Maese Pedro, ganándose la vida como pacífico titiritero, y es más bien él quien pasa a víctima cuando en la exaltación de su locura el hidalgo manchego, mandoble en mano, descabeza sus muñecos.
Hoy los narcotraficantes entran en el escenario como héroes perniciosos, pero héroes al fin y al cabo. Héroes con dinero y poder, a veces superior al poder institucional, violadores de la ley y a la vez benefactores de los pobres, extravagantes como todo nuevo rico de aquellos que en las viejas historietas del lejano oeste encienden el cigarro con un billete de 100 dólares, cargados ellos y sus mujeres de kilos de joyas en el cuello y en las muñecas, sus cuernos de chivo, los fusiles Kalashinikov, bañados en oro de 24 quilates y sus pistolas automáticas, también doradas, incrustadas de rubíes y diamantes, lo mismo que se sientan en retretes de oro macizo.
Pero también deciden los reinados de belleza y matan para que a sus protegidas no les disputen el trono; emprenden peregrinaciones con sus familias a Jerusalén, porque al hollar la tierra santa obtienen alguna forma de amparo divino; se valen también de amuletos y sahumerios, levantan altares a la Santa Muerte, protectora de sus vidas; premian con generosidad la lealtad y castigan a los traidores mandando a cortarles la cabeza o a colgar sus cadáveres en el arco de los puentes.
Un día, le digo a Elmer Mendoza, deberíamos visitar juntos el museo que el ministerio de Defensa ha instalado en la ciudad de México, y que no está abierto al público, y ya me avisará cuando haya obtenido el permiso. Allí se exhibe en vitrinas toda la parafernalia que acompaña a los mandamases de la droga, una muestra de cómo han llegado a crear su propia cultura, ahora arraigada en México como antes en Colombia: el modelo del narcotraficante extravagante, copiado por no pocos capos mexicanos, fue Pablo Escobar, adornado a la vez de crueldad y de munificencia, que llegó a tener hasta un zoológico de animales africanos. Amparaba a los desprotegidos de las barriadas marginales de Medellín, y no le temblaba la voz cuando ordenaba volar un avión con todos sus pasajeros, sólo para hacer desaparecer a un candidato presidencial en campaña que se le cruzaba en el camino, como ocurrió cuando quiso matar a César Gaviria.
Hay una narcocultura, sin duda. La crueldad ritual, brutal o refinada, símbolos, códigos, ritos, la abundancia y el despilfarro, el mal gusto y la exageración, son parte de esa cultura; y es, sobre todo, una cultura de poder donde las vidas humanas pierden relieve como tales y todos quienes caen en el cono de sombra de los barones de la droga se vuelven peones en el tablero, y morirán o sobrevivirán según convenga a los intereses de su poder despiadado, al que sobran tentáculos.
Y despiertan en los más pobres, entre los que reclutan sus sicarios, la esperanza de enriquecerse de la noche a la mañana, o de mejorar sus vidas, oportunidad que sólo ellos pueden depararles; así entran en la leyenda popular, en los corridos donde se cantan sus hazañas, en las telenovelas y, por qué no, en las novelas, algunas convertidas a telenovelas, como La reina del sur, de Arturo Pérez Reverte. Porque la novela de narcos para eso está, para contar todo lo que el narcotráfico tiene que ver con el poder y con la muerte, la corrupción de las autoridades y su impotencia, el sometimiento y el envilecimiento, la compra de voluntades y complicidades, y trata de hablar desde las entrañas de los cárteles, allí donde las fronteras entre el bien y el mal dejan de existir.
No todos los fenómenos sociales son contemporáneos a la literatura que se ocupa de ellos. Pueden pasar décadas antes de que empiece a escribirse sobre una dictadura o una guerra civil, como ha ocurrido en España con la caída de la república y el advenimiento del franquismo. Pero la literatura sobre el narcotráfico sí lo es. Ha crecido como espuma sanguinolenta y hoy en día, en México, florece mejor en las tierras del norte, donde señorean los capos, desde Sinaloa a Chihuahua, a Coahuila.
Es por eso que hablaba antes de Elmer Mendoza, quien ha convertido a Culiacán en el escenario de acción del certero personaje de sus novelas, el zurdo Mendieta, un policía melancólico que se ocupa poco de la ética porque no le ayuda a sobrevivir, metido en una selva de corrupción y de crimen, y viene a resultar en el habitante de dos mundos, el de la indefensa ley que representa, y el de la maraña delictiva de los traficantes, valiéndose a veces del auxilio de los narcos para resolver sus casos. Pero Elmer no ha encontrado solamente un personaje duradero para su zaga de novelas Balas de plata, La prueba del ácido y Nombre de perro, entre otras, sino también un lenguaje cortante, perspicaz, ingenioso y económico porque no tiene desperdicio, un lenguaje que destila humor negro, implacable, y que no deja nunca de ser atractivo porque sublima el habla popular, que es la de los narcos y policías.
Nos encontramos la última vez en Medellín, y mientras desayunábamos en el hotel con Óscar Collazos, sonó en la distancia el estallido de unos cohetes. Fiesta de un santo patrono, dije yo. No, han coronado, dice Óscar. Cuando un embarque de droga logra llegar a su destino en Estados Unidos, es que los narcos han coronado, y suenan los cohetes celebrándolo. Hay que apuntarlo, me digo. Cosas así van a dar siempre a las novelas.
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