A
finales de la década de 1340, el florentino Bernardo Daddi pintó La Virgen y el Niño con un donante. El donante anónimo aparece de pie, minúsculo y en oración, en la parte inferior del cuadro, en tanto una virgen monumental, de velo negro y brillante vestido bordado, sobre un pecho muy plano, sostiene a un niño de mirada ligeramente siniestra que, a su vez, sostiene un jilguero que tiene abierto el pico. El ave, como muchas del Renacimiento, tiene su propio simbolismo: come espinas y, por lo tanto, anuncia la corona de espinas que Cristo llevará tres décadas más tarde.
Pero lo que me impactó fue el manto rosado que cubre al bebé, porque en el fleco lleva lo que parece una inscripción árabe. Mirado de cerca –tan cerca como pude llegar en la Galería de Arte de Ontario, en Ottawa, donde se exhibe la muestra Revelación del Renacimiento temprano: historias y secretos del arte florentino–, sugiere que las letras parecen árabes, pero nada más. Podría haber una -lah
o incluso una k
(kaf), pero no tiene sentido. En sus notas sobre la exhibición, Victor Schmidt la llama una inscripción seudoárabe
.
Un poco extraño. Los florentinos estaban familiarizados con el mundo islámico. Dante Alighieri puso al profeta Mahoma en el octavo círculo del Infierno en la Divina Comedia, y si bien las cruzadas habían terminado un siglo y medio antes, los florentinos tenían un activo negocio con los fabricantes de seda de Siria. La sociedad musulmana-cristiana aún florecía en Andalucía. Sin embargo, Bernardo Daddi no pudo molestarse en escribir una línea de verdadero árabe.
Florencia era a la razón el centro económico más poderoso de Europa y sus banqueros y comerciantes podían darse el lujo de aquietar sus temores al fuego del infierno empleando a los grandes pintores de su tiempo para honrar a Dios. Pero si bien éstos sabían que Jesús murió en lo alto de una ciudad llamada Jerusalén, sus ilustraciones de la Tierra Santa tenían un aire claramente europeo.
Cierto, en esas pinturas hay sangre en abundancia. Brota del cuello de Juan el Bautista, mana hacia un cráneo desde la herida del costado de Cristo, se derrama de los pechos cercenados de la pobre Santa Ágata. Pero si bien Medio Oriente era entonces –como ahora– un lugar de sufrimiento, también lo era Europa al despuntar el Renacimiento. Quemar en la hoguera, aplastar hasta causar la muerte, decapitar: todo eso formaba parte de la Europa medieval. Y los soldados romanos
con casco que acompañan a Cristo hacia la crucifixión en las Escenas de la vida de Cristo de Pacino de Bonaguida llevan sin discusión el atuendo de un ejército renacentista italiano.
Asnos y vacas dormitan al lado del pesebre, perros duermen junto a sus dueños, pero no hay camellos ni desiertos, lo que resulta sospechoso. En La creación del mundo de Pacino, un elefante observa a Jesús, junto con algunos ciervos vivaces, en tanto los cielos, en vez de exudar calor, son por lo regular de un azul cerúleo. El oro refleja la gloria de Cristo –no el sol–, y los árboles, pinos italianos en su mayoría, son obviamente europeos, con algunas bastante extrañas plantas semejantes a cactos en los bordes. Los edificios, cuando los hay, son iglesias y murallas italianas.
En otras palabras, se trata de un Cristo europeizado, así como más adelante Brueghel y los antiguos maestros flamencos colocarían a Jesús entre las escarchas y los establos de tejado bajo de los Países Bajos. Las rocas en la pintura florentina podrían ser el desierto judío –por ejemplo en La resurrección–, pero también podían estar en los Apeninos.
¿Sería el Renacimiento el que puso a Jesús en una geografía europea? Después de todo, los primeros cruzados no sabían mucho de cartografía. Sus castillos, entre ellos el Krak des Chevaliers, dañado por la guerra en la Siria actual, habían europeizado la arquitectura de Medio Oriente. Esos castillos, concluí luego de mucho hurgar entre sus almenas –con una visión nada académica, lo sé–, eran catedrales góticas con muros fortificados en vez de contrafuertes voladizos.
Sin embargo, ya en el Renacimiento había un lugar llamado cristiandad
que en definitiva no estaba en Medio Oriente. Así se llamaba la mayor parte de Europa occidental y central; empezaba en algún punto del noroeste de lo que hoy es Bosnia, a lo largo de la frontera otomana. Cristo, en otras palabras, nos pertenecía a nosotros
. ¿Y esos pies caminaron en la antigüedad en el verde de las montañas de Inglaterra? No, claro que no. Pero ya en los siglos XVIII y XIX nos habíamos apropiado tanto de la cristiandad, que Jesús bien podía haber nacido en Inglaterra. O en Estados Unidos.
Y así, por supuesto, llegamos al Cinturón Bíblico y a cristianos renacidos como George W. Bush, quien al parecer no se da cuenta de que su derecho conferido por Dios a invadir Irak llevó directamente a la destrucción de una de las comunidades cristianas más antiguas de Medio Oriente. Por tanto, Bush fue capaz de llamar a una cruzada contra el mundo musulmán y hablar del bien y el mal sin advertir que para él, al igual que para los pintores de Florencia, Jesús vino de Occidente y no de Medio Oriente. Por eso Bush promovió su causa con base, no en la Constitución de su país, sino en la Biblia. Pero, ¿cuándo empezó todo esto? ¿Nos atreveremos a culpar a Giotto?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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