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ay una vieja frontera que los entusiasmos despertados por la imagen de una Europa unida, sin importar la diversidad de lenguas y las distancias culturales, parecían haber borrado. La frontera de los Pirineos. En la medida en que la crisis de los países del sur, Portugal, España, y aún Italia y sobre todo Grecia, parece no hallar solución, y los países del norte cargan de penurias y agobios a sus distantes vecinos del otro lado de las montañas para que paguen su rescate, los ánimos se revuelven de ambos lados, las culpas mutuas son echadas en cara, y la muralla vuelve a alzarse, impasible. Otra vez, al norte de los Pirineos la civilización que representa el riguroso orden financiero, sudor y ahorro, y al sur, la pintoresca barbarie del que gasta lo que no tiene y se endeuda irresponsablemente, según las admoniciones perentorias de la señora Merkel desde su púlpito luterano.
Los Pirineos son un símbolo cultural elaborado a través de los siglos. Bien podríamos decir también los Alpes, o Los Apeninos. Estamos hablando de una barrera cultural que encarna en toda su majestad una cadena de altas montañas nevadas, con pasos difíciles de sortear. Europa terminaba de aquel lado de esas montañas, y al otro empezaban, en el imaginario cultural, las ardientes arenas de África, hasta donde alcanzaba la vista. Lo que el ojo de George Sand encuentra en Mallorca cuando llega en compañía de Chopin en 1838, es la ignorante vida primitiva que no puede dejar de despreciar, superstición, pésima higiene, y malos hábitos.
Los Pirineos, como arquetipo, dividen territorios encontrados y enfrentados. Lo racional contra lo exótico, el orden contra la improvisación. La ley severa contra la anarquía de costumbres. La disciplina del trabajo contra la fiesta eterna. La sobriedad contra los excesos. El orden puritano contra el desorden pagano. El fracaso de la modernidad.
En ese parteaguas de discriminación cultural, América Latina ha estado colocada también de este lado de esos Pirineos caprichosos. Para los tiempos en que Hollywood, y más propiamente Walt Disney, fabricó nuestra imagen de buen vecino pobre pero pintoresco, éramos el haragán que duerme recostado en un nopal (verdadera hazaña dormir recostado en un espinoso nopal), el sombrero echado sobre los ojos y envuelto en un sarape a pesar del calor que incendia el paisaje de dibujos animados, por el que corren sus aventuras los Tres Caballeros, el Pato Donald al lado de Pepe Carioca y Pancho Pistolas, en estrecha confraternidad.
En la segunda mitad del siglo XIX Estados Unidos extendían su cultura de peregrinos del Mayflower, cuáqueros y calvinistas predestinados a dominar las tierras salvajes, y sometían el far west que aún destella en las películas de vaqueros, toda una conquista civilizatoria en la que los indios aborígenes debían desaparecer, o ser reducidos. A partir de entonces, la violencia como costumbre, o sistema de vida, queda sólo para los escenarios cinematográficos, donde caen abatidos una y otra vez los bandidos de cicatriz en la mejilla, mientras los forajidos mexicanos de la frontera quedan condenados a ser irredentos.
España, la extraña, que terminaba en los verdaderos Pirineos, fue siempre el territorio exótico por excelencia, visto desde el otro lado de las altas montañas heladas, toreros en traje de luces, cuchilleros, bandidos, contrabandistas, gitanas arrebatadas y trágicas, todo condensado en la novelita de Prosper Mérimée que Bizet convirtió en la ópera estrenada en 1875, la más popular de todos los tiempos.
Quizás es que esta visión no ha cambiado, sólo ha estado oculta, y el descalabro de la crisis la ha hecho patente de nuevo. El paternalismo siempre está de por medio, y quien regaña al disoluto por vivir alegremente más allá de sus posibilidades, lo insta, con buenas intenciones, a que deje la siesta, la charanga y la pandereta. Las amonestaciones civilizatorias son siempre morales, el buen salvaje es redimible en la medida en que se someta, y entonces podrá convivir en paz con sus semejantes, no importa cuán pintoresco y bullangero siga siendo.
Hace algunos meses, en el Festival América de Vincennes, salieron al escenario en el acto de inauguración, dos grupos de indios, uno llegados de Estados Unidos, apaches o sioux, no lo recuerdo, y otro de América del Sur, aimaras o quechuas, con sus tambores y quenas. Cantaron y bailaron por turnos canciones rituales, y los de Estados Unidos consagraron al final una de sus canciones a Toni Morrison, la premio Nobel de Literatura, como para librarla del mal de ojo. Los indios, de jeans y largas trenzas, llevaban sus teléfonos celulares en el bolsillo, y danzaban con sus zapatos Adidas. El público que desbordaba la sala parecía arrobado.
La visión caritativa es simple, no admite complejidades. Hoy las tribus indígenas en Estados Unidos son dueñas de los juegos de azar, y sus jefes se comportan como empresarios agresivos a la hora de invertir en casinos, como lo hacen los seminoles de la Florida; pero ése es otro escenario, ajeno a la idea de que América sigue siendo una tierra exótica.
Ese mismo territorio del que no puede provenir otra literatura que no sea el realismo mágico, cada vez más degradado y peor imitado, pero que responde a una percepción preconcebida. Del otro lado de los Pirineos, esa barrera común a todos nosotros, lo que seduce como producto de consumo es la magia pura y dura. La mente que lee del otro lado de las montañas se asombra y se maravilla ante lo que ya está preestablecido desde hace siglos, la atracción fatal de lo primitivo y sus contrastes.
El sur de Europa debe regresar al redil, sometido al canon disciplinario teutónico, no importa que tras de sí arrastre su cauda melancólica de fiesta perpetua. Lo vernáculo con responsabilidad, el color local sometido a la moderación.
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