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esde que se disolvió la Unión Soviética, la corrupción en Rusia ha alcanzado niveles inauditos. No es un fenómeno exclusivo de hoy, ya Boris Yeltsin comenzó el reparto de los recursos naturales mediante bochornosas privatizaciones que dieron origen a los llamados oligarcas, multimillonarios surgidos de la nada.
Con Vladimir Putin el combate a la corrupción se volvió, de palabra, una prioridad. En los hechos, nada cambió. Los oligarcas de la era Yeltsin se adaptaron al nuevo poder o tuvieron que exiliarse, uno de ellos sigue en la cárcel por motivos más políticos que por delitos económicos, atribuibles a todos los nuevos ricos de este país.
Los amigos de Putin
–como se denomina el grupo compacto que, convertidos sus miembros en magnates sin otro mérito que la cercanía con el mandatario–, son los nuevos dueños de Rusia al controlar los sectores más rentables de la economía.
Los altos funcionarios del Estado y sus subordinados de menor rango –sobre todo del área de seguridad, policial y militar–, con la lluvia de petrodólares que cae sobre Rusia hicieron posible la aparición del otkat, un sistema de sobornos que, como reflujo
de 5 a 10 por ciento de cada transacción, engorda las fortunas de los servidores públicos.
Por este concepto se embolsan cada año 30 mil millones de dólares, sin contar los miles de millones que se roban del presupuesto. Lo reveló esta semana Serguei Stepashin, contralor general de la federación.
De pronto, de unos días para acá estallaron escándalos de corrupción en el ejército, así como en el ministerio de Desarrollo Regional, la dependencia encargada de elaborar el GPS ruso y el ministerio de Salud Pública, por citar sólo los más sonados.
Para unos se debe a la intención de Putin de arrebatar la iniciativa a los inconformes con su política, arremetiendo contra los corruptos. Demasiado tarde, sostiene el politólogo Nikolai Zlobin, pues la mayoría de los rusos identifican la corrupción con el Kremlin.
Para otros es consecuencia de la lucha de clanes por el poder, aunque resulta poco creíble que la procuraduría haya lanzado operaciones de tal magnitud sin contar con el visto bueno superior.
En ambos casos, para sacar algún beneficio en materia de imagen, Putin tendría que romper sus reglas y ordenar que metan a la cárcel a fieles colaboradores que, como el emperador romano Vespasiano, creían que pecunia non olet.
Ciertamente, el dinero no huele pero, cuando es robado, ensucia las manos del ladrón y mancha a quien le permitía actuar con impunidad.
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